expresa lo que guardas.

13.8.07

indicios

Se olvidaba de muchas cosas, pero nunca de la cara lavada y la expresión de estar en algún otro lugar. Nadia y el subte hacia su trabajo de turno. Odiosamente amado subte, y la religión que en cada trayecto, segundos antes de estación Callao, la obligaba a asomar su rostro inmóvil por la única ventana abierta. Todo para que su garganta antes muda y angosta, desate como quien si quiere la cosa, un ácido grito de ira contenida.
468 viajes en los últimos 3 años no para nada. Sumados a su agudo don observador, le mostraron las dos únicas ventanas en toda la formación del tren que permanecían inmutablemente abiertas.
Claro que también se lo confirmó el chofer que la rescató una noche de verano, cuando Nadia entre dormida y desmayada, yacía en un vagón sin ventilación. Estrategia básica de supervivencia: vagón con ventilación.
Y entonces Callao y Nadia perforando el silencio con su grito. Justo ahí cuando los otros, los mismos extraños de siempre, la miraban azorados para volver a su indiferencia, denotando con orgullo su ostentada normalidad. Tantas personas tan juntas tantas veces tan automático tan en sí mismos tan apáticamente unidos. Y la mente de Nadia en blanco mientras largaba su grito. Como un mantra escupido del inconsciente, el sonido que arrojaba su garganta la llevaba por un fino túnel de hiedras invisibles sosteniendo en sus tallos vibraciones de saludos perdidos y miradas evitadas.
Los raros días que la encontraban alegre, Nadia se olvidaba del grito ocupada en sonreír tiesamente. El contraste de su buen humor con la amargura de los pasajeros (sea mañana, noche, lunes o viernes) la hacían parecer un payaso hipócrita o un mimo incomprendido. Y había comprobado estadísticamente, la relación inversamente proporcional entre su sonrisa y la seriedad de los que la observaban soberbiamente.
Pero el contraste aumentaba en los días gritados. Aunque no importaba. Adivinar sus miradas punzantes en su cuello, hacía que Nadia olvidase el porqué de su grito. Disolvían por un momento ese sonido que su mantra necesitaba borrar. Ese sordo ruido que era hostil a su calma. Esas estrofas desgastadas de tantos oídos. Esa guitarra del señor cual estampita pegado en la estación Callao, gimiendo canciones de Silvio Rodríguez, que transformaban a Nadia en un murciélago hipersensible a la sonoridad de esas vibras. La alienaban, retrayéndola a aquel día que todos sus sentidos necesitaban olvidar. Pero se convencía de que borrando todo indicio volvería a cero, a épocas tranquilas donde sólo se encariñaba con la desdicha cotidiana. Estaba segura de poder deshacerse de toda señal de aquel día del mapa de su memoria. Sonidos, olores, imágenes. Esas imágenes que Rolo acumulaba con histérica obsesión. Porque a Rolo le pusieron una cámara en la mano a los seis, junto con el portarretratos de alpaca rescatado del mercado de pulgas. El mismo que lo esperaba en su casa cada tarde para el rito de las siete. Siete y media si el tren atestaba. Rolo aterrizando en su monoambiente con la tenuidad del día, cerrando las ventanas excepto la del baño para que entre ese jazz inexperto del chico del 7mo A. Y un gin tonic liviano iniciando la ceremonia. Calmo, frío, con la distancia de un cirujano a punto de seccionar, Rolo mirando una última vez la foto en el portarretrato de alpaca, sacándola, cortándola al medio con su tijera despiadada, sumergiendo luego las mitades en agua con lavandina. Observando en éxtasis la reversible facilidad de las imágenes borrarse. Cada día una foto diferente elegida la noche anterior para ser objeto de su rasura. Cuidadosamente elegidas, plasmadas en el portarretratos para una última noche de vida. Ejecutadas, cortadas y sumergidas, moldeando la disolución de muchas imágenes de un solo momento de ese día de viaje a la luna. La saturación de la blancura que borraba todo rastro, esperando que la repetición del mecanismo exterior, limpiase todo indicio de esa postal en su memoria. Y deshacerse de a poco de los resabios de ese día. Plaza Francia. Tarde de otoño. Poca inspiración hasta que la vió. Sentada con Girondo en la mano dejando que el sol le cerrase los ojos. Tímido le había dicho:
-“¿Puedo?” señalándole la vieja cámara.
Ella asintió y sonriendo empezó a posar chistosamente, haciendo muecas burlonas.
- “Un poco de seriedad que esto no es joda” le había pedido él más suelto.
- “La seriedad la perdí hace mucho” retrucaba ella sin pensarlo mucho.
Y así de fácil. Una sola mirada perforando el sol y el lente de la cámara intrusa, presintiendo la gravedad de la situación. Como para no. En ese instante a Nadia dejaron de irritarle las canciones de Silvio Rodríguez que siempre detestó y sonaban como estruendos en cada rincón de la plaza. Y Rolo se dio cuenta de que había gastado un rollo entero olvidando ponerle flash al ocaso que invadía a esa fulgorosa muchacha que terminó por cegar su cordura.